La web CaoCultura publica una reseña de José Manuel Benítez Ariza sobre Marcelino. Muerte y vida de un payaso, el ensayo novelado de Víctor Casanova Abós que narra la vida del payaso Marcelino Orbés y los pasos de su propia búsqueda personal. Podéis leer la reseña en este enlace y a continuación:
“Marceline”, el payaso español que se quedó a las puertas del cine
Marcelino Orbés (Jaca, 1873-Nueva York,
1927) fue un payaso español que triunfó en Londres y Nueva York y se
quitó la vida en un cuarto de hotel de la Gran Manzana a los cincuenta y
cuatro años. Una reciente exposición que ha podido verse en Huesca
hasta finales de febrero y un par de libros, Marcelino, el mejor payaso del mundo (Mira Editores, 2017) de Mariano García Cantarero y Marcelino, muerte y vida de un payaso
(Pregunta Ediciones, Zaragoza, 2017) de Víctor Casanova Abós, han
puesto en valor su figura y recordado la trayectoria profesional del
otrora famoso y hoy olvidado “augusto”; pues ése fue el tipo con el que
se hizo popular a ambos lados del océano: el payaso patoso y desastrado
que normalmente sirve de contrapunto al serio y melancólico payaso de
cara blanca.
Su vida, qué duda cabe, podría inspirar
una película; e incluso la mera indagación en los escasos datos que de
él se conservan es susceptible de dar lugar a un trepidante argumento de
búsqueda y esclarecimiento de un enigma, como ha puesto de manifiesto
el ya mencionado Víctor Casanova al plantear su libro como una “quest”
en la que el propio investigador comparece como personaje y cambia y
madura a la vez que los sorprendentes datos que va encontrando le ayudan
a perfilar el objeto de su investigación. La pesquisa dura años y se
extiende a varios países, pero buena parte de su andadura transcurre por
archivos e instituciones académicas de los Estados Unidos, en los que
el autor, como ocurre en ciertas películas de intriga –pienso en La novena puerta
(1999) de Roman Polanski, por ejemplo–, va encontrando a personajes
decisivos que, además de aportar color humano al relato, aportan pistas o
fuentes de información cruciales, a la vez que dejan entrever una de
las facetas quizá menos conocidas pero más gratas de la cultura
norteamericana: la existencia de un consolidado mecenazgo que hace
posible que se conserven fondos documentales sobre prácticamente todos
los aspectos de la vida económica, social y cultural del país.
Pero no es ése el único elemento
“cinematográfico” que podemos asociar a la vida del payaso en cuestión.
Marcelino –o “Marceline”, como se le conocía en Gran Bretaña y los
Estados Unidos–, desarrolló su carrera justo en los años en que el
séptimo arte iba alcanzando la posición predominante de la que hoy goza
como medio de entretenimiento de masas, en detrimento de otras formas de
diversión que hasta entonces habían contado con el favor indisputado
del público. Fue ese cambio de gustos lo que llevó al Hippodrome, el
grandioso teatro-circo neoyorquino en el que Marcelino trabajó durante
la mayor parte de sus años norteamericanos, a reconvertirse en teatro de
variedades en 1923 y a ser finalmente derribado en 1939. El payaso
español, como ya hemos dicho, no estaba allí para verlo.
Durante sus años de éxito, no obstante,
compartió escenarios con otros cómicos que sí supieron adaptarse a los
nuevos tiempos. Fue el caso de Charles Chaplin, que conoció a Marcelino
en Londres y envió una corona de flores a su funeral, antes de
tributarle unos elocuentes párrafos de reconocimiento en sus memorias y
quizá inspirarse en él para crear al melancólico Calvero, el
protagonista de su película Candilejas (1952). Parecido fue el
caso de Buster Keaton, al que Marcelino trató cuando el luego famoso
actor cómico norteamericano era el más joven de su troupe
familiar y hacía el papel de niño patoso que molestaba a su padre y
recibía de éste aparatosos castigos que hacían reír al público de
entonces. El propio Keaton pasaría a la historia como creador de un tipo
de comicidad mucho más sutil; lo que no le impidió reconocer su
impagable deuda con la pantomima circense y sus maestros; entre ellos,
el propio Marcelino, “el payaso más grande que vi nunca”, según declaró
en una entrevista en 1958.
Recoge Víctor Casanova el dato de que el
propio Marcelino era aficionado al cine y en algún periodo de su vida
veía una película diaria. ¿Se planteó alguna vez dedicarse plenamente al
séptimo arte, como habían hecho Keaton, Chaplin y tantos otros cómicos
procedentes de la pantomima circense o del vodevil? ¿Habría evitado eso
su rápido declive profesional a partir de 1923 y su trágico fin? Lo
cierto es que probó suerte en el medio que quizá podría haberle
proporcionado una segunda vida artística. Como documenta Víctor
Casanova, el payaso oscense protagonizó al menos dos películas, ambas
hoy perdidas. La primera de ellas, Marceline, the World Renowned Clown of the N.Y. Hippodrome,
se filmó en 1907 y de ella sólo se conserva un fragmento de unos
segundos que muestra un primer plano de su sonriente protagonista:
Casanova deja un elocuente testimonio de la emoción que sintió al
confrontar, en un recóndito archivo, el rostro “vivo”, en movimiento,
del objeto de su pesquisa. Irónicamente, debemos suponer que esos
escasos segundos habían cumplido admirablemente la función a la que
estaba destinada la película a la que pertenecían; que, según podemos
deducir del título y de la función documental que tenían la mayoría de
las filmaciones de artistas famosos en aquella época temprana del cine,
no debió de ser sino un mero testimonio de alguna actuación del payaso
en el célebre teatro neoyorquino. Hacía apenas ocho años, recuérdese,
una filmación de carácter igualmente documental, que hoy se recuerda con
el descriptivo título de Salida de la misa de doce de la iglesia del Pilar de Zaragoza, inauguraba la historia del cine español; y la efectuó un paisano de Marcelino, el también aragonés Eduardo Jimeno.
Distinto debió de ser el carácter de la segunda, The Mishaps of Marceline,
estrenada en mayo de 1915, que al parecer tuvo éxito e hizo que algunos
periódicos, según cuenta Casanova, publicaran que el payaso español iba
a sumarse a la compañía Keystone, como había hecho su colega Chaplin
apenas un año antes. Ignoramos qué frustró esa perspectiva, que podría
haber convertido a Marceline en un cómico mundialmente conocido. Su
biógrafo evita esta deriva melancólica y especulativa; pero la
documentación gráfica que ilustra su trabajo incluye una página de la
revista Reel Life en la que se muestran varias fotos del
metraje de la película en cuestión, en las que se aprecia que el payaso,
sin dejar de resultar reconocible, ha adoptado una caracterización más
realista, acorde con su sobrevenida condición de personaje de un relato
dramatizado que incluye su aparición en un cartel policial en el que se
pide recompensa por su captura y algún que otro rifirrafe con agentes
que inevitablemente recuerdan a los famosos Keystone cops,
aquellos inefables guardias que siempre quedaban en ridículo al
perseguir al sospechoso de turno, que con frecuencia es también, como
parece ser el caso del personaje de Marcelino en la película en
cuestión, un inocente al que las circunstancias habían puesto en
posición delicada.
El lector de este libro es muy libre de
soñar con que los hechos hubieran sucedido de otra manera: que Marcelino
hubiera triunfado en el cine y llegado a ser tan famoso como los ya
mencionados Chaplin o Keaton. El séptimo arte, por el contrario, supuso
la liquidación del mundo al que el payaso debía cuanto era. Un disparo
en la sien certificó su aceptación de este terrible veredicto del
tiempo, que entonces no perdonó a quienes debían su fama al bendito arte
de la pantomima teatral, como años después no perdonaría a los actores
de cine mudo que no supieron adaptarse a la llegada del sonido.
Etcétera.